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Blog de Victoria Vázquez R.

DE CLASES PASIVAS Y OTRAS CONFIDENCIAS( Y II)

 

La omisión más grave de todas es no haber puesto pie en pared cuando la situación lo demandaba. ¡Y vive Dios que ha habido más de una! Pero se conoce que somos de natural sumisos y un poco dados a poner el cuello antes que a plantar cara, aún a riego de que nos la partan. En nuestro descargo habría que decir que las circunstancias tampoco nos fueron demasiado favorables. Pasando por alto un difuso individualismo, que va con la profesión, y el aislamiento propio de los centros de trabajo, no hay que olvidar la beligerancia en contra de los sindicatos docentes, hoy día convertidos en parte del aparato del Estado, y no en su contrapoder, como antaño, y legitimadores de las más dañinas políticas educativas, sobre todo si las “mayorías de progreso” (de progreso para ellos, se entiende) les devuelven el favor con generosas derramas del erario público. Hay que comprenderlo. La militancia no da para mucho y es preciso pagar a la cáfila de liberados y maîtres à penser de la burocracia sindical. Como diría el castizo, “con las cosas de comer no se juega”. Así que se pusieron a la tarea de buscarle “ocupación” a tan ingente turbamulta. Con éxito más que notable, todo hay que decirlo, de modo que los centros se poblaron de gentes y cargos cuyas pomposas denominaciones sólo corrían parejas con su más que dudosa utilidad. Desde aquellos que te orientaban en las tareas docentes sin haber puesto jamás un pie en un aula –por cierto, personal éste un tanto extraño, pues con cierta frecuencia y de forma bastante compulsiva da en la actividad frenética de repartir fotocopias redactadas en una jerga que sólo remotamente se parece al castellano-, hasta lo que me atrevo a llamar “brigadillas de género”, cuerpos móviles dedicados a la inexcusable tarea de discernir si en los esparcimientos y juegos del alumnado se cumple la más estricta paridad, a reprimir de forma inmisericorde cualquier comportamiento falocrático que pueda detectarse entre los alumnos, o, en fin, a corregir las infracciones gramaticales en la neolengua no sexista. Por supuesto, esto último dirigido y coordinado por algún Observatorio radicado en las covachuelas de Torretriana. ¡Si Orwell levantara la cabeza! Eso suponiendo que sepan quién era Orwell, porque se me da el barrunto de que para esta tropa El Gran Hermano lo inventó Mercedes Milá. Añadan a todo eso el cúmulo de tareas perfectamente inútiles en forma de programaciones, memorias, estadillos, formularios y demás bagatelas destinadas a dormir el sueño de los justos y comprenderán las razones de la fuga en tropel de buen número de sesentones capaces todavía de dar lo mejor de su profesión.

Y, sin embargo, no siempre fue así. Hubo una época en que, aún asumiendo todos los inconvenientes de la profesión, la actividad del aula podía ser atrayente y creativa. Y, para los que nos dedicamos a la enseñanza de las Humanidades, eso significaba una fe sin límites en las virtualidades de la palabra hablada para atraer la atención del alumno, una obligación casi moral de que fuese capaz de entender por qué las sociedades humanas habían llegado a ser lo que eran y, sobre todo, la necesidad, casi visceral, de comunicar la belleza que a ti te había conmovido, porque no podías soportar la idea de que otros estuviesen privados de lo que a te había hecho contemplar el mundo con ojos transfigurados.

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